EL PENÚLTIMO VIAJE (con los pies descalzos)

Quede claro que siempre que permanezcamos en este planeta de paso, casa común bajo el mismo cielo, estaremos haciendo el penúltimo viaje porque el último será el de la vuelta definitiva, el de la partida final donde -precisamente- no son los zapatos lo más importante.
Quizá lo sea cómo hiciste ese viaje aquí, el que te llevó hacia el interior de tu tierra prometida o al corazón de ti mismo (a). Yo recuerdo de haber efectuado muchos viajes, de haberme calzado para protegerme los pies y con los cordones bien atados. Pero un día sucedió que me di cuenta que debía atravesar un camino donde los zapatos podían hundirme en el suelo, podían aprisionarme el pie si se me quedaba preso en una traviesa del tren de la vida que debía pasar y que debía coger.
Yo observaba que para ese tren había que ir ligero de equipaje, de carga interna o pesares innecesarios, de lastres de pasado, que el calzado no era lo más importante y que la mochila debía estar ligera. Cuando yo cogía ese tren tuve que deshacerme de mucho de ese equipaje tan innecesario como molesto para la nueva etapa de la vida. Conocí a pasaje interesante donde unos se bajaban rápidamente, otros se quedaban bajándose en paradas equivocadas y, también, conocí el amor simple, directo, desnudo de otra pretensión que no fuera el propio amor. En ese viaje, penúltimo siempre, fui creciendo y haciéndome mayor, aprendiendo que la vida pasaba delante de mí pero que yo era invisible quizá por no atreverme a dar el paso, a lanzarme a la vida y darle un abrazo. Recuerdo aquello que me estremeció gratamente y lo vivo, paso de largo por la estación del apego y no me bajo porque esa no es mi parada que se llama estación libertad pero en el viaje me advirtieron que ello tenía un precio. Era caminar con los pies desnudos ya que debía hacerlo sin sentir la prisión del cordón. Quizá era un viaje que igual, en algún tramo, no podía compartir plenamente porque pasaje debía hacer lo propio si quería bajarse en dicha estación para proseguir a pie el sendero de la vida. Aceptar eso no es fácil, es más duro aún de lo que parece porque es despojarte de cuanto creías tener pero que, en realidad, no era ni tuyo y tampoco importante. Entendí que caminar con mis propios pies es como el pájaro que aprende a volar con sus propias alas, que de no hacerlo podría estar perdiéndome en querer llegar a otro lugar diferente. Perdí en el camino personas y cosas pero mantuve mi dignidad, perdí en apariencia siempre pero, en realidad, estaba ganando lo que antes no había tenido. Creí que todo se paraba pero, en realidad, el movimiento era invisible. Pensé, por momentos, que debía bajarme del tren a toda costa porque no podía pagar el peaje, y a punto de hacerlo siempre aparecía la mensajera sabiduría que me indicaba que sí que podía hacerlo pero por qué perderme lo bueno que aún estaba por venir, por qué no seguir adelante y mantener viva la llama de la esperanza, de la fe en mí mismo, de creer en lo que hacía aun con las fuerzas debilitadas por los temporales de sequía en cada frente que vivía. Y en el penúltimo viaje la mensajera sigue trayendo buenas noticias dejándome ver que yo debo ser el centro de mi propia vida a la que aún le queda un trayecto recordándome que yo no perdí los zapatos sino que me desprendí de ellos para poder bajarme en la estación libertad...

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