PARÁBOLA DEL JARDÍN PERFUMADO





En un lugar remoto y tiempo desconocido existía un jardinero abnegado y dedicado al cuidado de cada una de las flores que componían el jardín encomendado.
Cada día se acercaba con alegría e ilusión para contemplar con todos los sentidos el espectáculo de color y olores de cada una de sus flores. Le maravillaba que ninguna era igual a la otra, que cada color eran matices apenas perceptibles en algunos casos y cada olor era una sinfonía de fragancia orquestada por la mano invisible de la vida, por la sabiduría del Universo.
Era un hombre jovial con su edad bien conservada, y tímido a ratos con sus flores para no impedir que cada una creciera según su propia naturaleza. Y creciera también en fragancia y presencia. Su vida la estaba dedicando a lo que amaba sin dejar de mirar al cielo y escudriñar rincones de la tierra porque sin el cielo ni la tierra él tampoco sería jardinero ni tendría lo que amaba que eran sus flores perfumadas.
En cada momento sabía qué necesitaba cada una de ellas y acudía solícito a realizar la tarea invirtiendo tiempo paciente y constancia. El simple despertar de una flor abriéndose al amanecer –o al atardecer según la especie- le llenaba de satisfacción y, con ella, de alegría y esperanza para el nuevo día que asomaba además de la gratitud a la vida por tenerlas cerca. Cada una de ellas iba conociendo los pasos del jardinero, sabían que no les fallaría y estaría ahí para cuando un mal día se encontrasen mustias. Las flores eran conocedoras que él las tenía por igual sin menospreciar a ninguna y así no se sentían desplazadas ocupando cada una el rincón adecuado, su propio espacio. Cada flor con su planta y sus propias raíces compartía la misma agua en origen que el jardinero ponía en riego y no todas necesitaban la misma cantidad con lo que a cada una llegaría la suya correspondiente. Era agua, cual energía Yin, y sol, cual energía Yang, lo que cada una necesitaba y en el jardinero encontraron la unidad de sí mismas con el entorno y consigo mismas. Cada flor vivía su existencia de forma plena y en se jardín nadie pisaba donde no se debía porque el camino estaba bien trazado y cada rincón a salvo de la maldad.
El jardinero y las flores convivían en perfecta armonía porque él no era el propietario ni ellas su pertenencia personal pues se debían a la vida que las trajo. Entonces las flores lo acogieron como el mejor amigo con quien se relacionaban, el que con amor diario les daba sin pedirle fragancia a cambio y sabedoras de ello las flores le entregaban toda su naturaleza al jardinero mientras pudiesen porque era conocido que la vida es un ciclo permanente de cambio y renovación donde algo muere algo nace, un lugar de evolución y progreso. Y siendo así jardinero y flores aprovechaban sus momentos compartidos con la pasión de la vida que no es otra que alegría, ilusión, esperanza, contemplación de la belleza. Cada flor con su fragancia sabía que su belleza no estaba tanto en la visión exterior pero, también, que el jardinero era un maestro de sentir lo que no se ve. Y así es como cada flor podía manifestarse tal cual y así como el jardinero podría conocerlas mejor ya que lo invisible se tornaba visible. Pero en realidad sucedió que el jardinero había estado soñando una cálida noche y al despertar creyó estar fuera de una realidad desconocida para él pero su sorpresa fue enorme al comprobar que un mensajero le trajo noticias del otro lado del sueño indicándole dónde tenía que acudir y qué debía hacer para encontrar ese jardín y esas flores. Cumplió el designio y fue cuando comenzó a convertirse en el jardinero que las flores querían.


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