TRES AÑOS NO SON NADA

 


Dicen que el tiempo pasa volando como si tuviese alas, pero el tiempo no vuela. Somos nosotras, las personas, quienes volamos en él, a través de él, con nuestra percepción del mismo. Y si pasa "volando" es porque, en realidad, ese tránsito lo has realizado creciendo, avanzando, progresando, o lo que es igual dando pasos firmes mirando al horizonte. Y esto sucede cuando, además, tienes a alguien que te acompaña, un buen árbol del que tú eres sombra. Y tanto es así que sin tú quererlo está ahí porque el árbol es así y te acercas sin necesidad de temer caiga sobre ti una mala hoja, una rama quebradiza sacudida por malos vientos. No temes nada porque sus raíces son sanas, fuertes, cuidadas pero ese árbol también requiere de mimos, cuidado respetuoso y sereno. Es sensible, tiene vida inteligente porque bebe del agua que no ves, del rocío de la noche y se empapa del sol de mediodía. No te dice, observa y te cobija. Durante este tiempo crece la confianza y, entonces, alrededor crece una fina hierba que puedes usar como colchón para estar también e identificarte con el árbol que siempre estuvo ahí y que un buen día llegaste a sus dominios para quedarte. Para entonces la hierba aún no había crecido, comenzó a plantarse y ella no necesita segarla. Tiene sus mecanismos de generación y regeneración, es misteriosa porque su crecimiento se ha producido imperceptible a través de ese no tiempo pero sin mirar el reloj. Cuando llegas al árbol todo, en su conjunto, se convierte en una relación interactiva de observación en tanto que el paisaje es único, sin fragmentos, sin sesgos o piezas separadas como si fuera un puzzle. Esa integración hace que se respire plenitud porque cada momento es una ocasión de aprender, crecer, volar como ese tiempo que pasa tan rápido y, por eso mismo, tres años no son nada cuando tienes ante ti uno de esos hallazgos que merecieron la pena en tu vida y que la vida, cual misterio, tiene sus planes, sus vericuetos para hacer que pudieras llegar al árbol por un camino que no eras el que pensabas. Y, aun en la dificultad del sendero, mereció la pena encontrártelo ahí, dispuesto, alegre, observando y dejando que tú, igualmente, fueras una buena sombra que refresca, mima, cuida, cada rama, hoja, o raíz. Un tiempo en el que en realidad igual no sabes quién fue el jardinero, si el árbol o el caminante que llegó para quedarse. O quizá, más bien, haya sido el Misterio, el insondable, que con sus designios es capaz de hacer posible lo que la mente humana cree incapaz y no es magia porque ésta la ponemos nosotras. El caminante crece pero el árbol también y ambos se complementan porque sus límites son el Cielo y las profundidades de la Tierra, porque sus alianzas son los elementos como el fuego que calienta, el viento que acaricia, el agua que empapa y la tierra que cobija, eternas ellas en un tiempo que pasa volando. Eternos el árbol y el caminante, también, porque al cruzarse en un camino insondable llegaron, entonces, para quedarse con la sensación que el tiempo pasa volando en una eternidad que es un instante y que así será por siempre, vibrando con la partitura de la vida que emite los latidos del corazón del Universo. En esta historia nada es ficticio aunque todo simbólico pero intensamente real. Una realidad anudada por el hilo del tiempo que continuará hasta su fin...

(Posdata: Dedicado a alguien con quien voy creciendo. Va por ti Isa)

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