EL COMPROMISO


 

La palabra compromiso define nuestra voluntad, nuestra capacidad de pensar y hacer conforme a ello, la capacidad de hacer conforme a lo que sentimos debemos hacer. Define a las personas respecto a sí mismas y respecto al vínculo que establece con la vida en general y, mediante ella, con la comunidad. Porque si algo debe engrandecer al ser humano debe ser el bien común y, por tanto, el compromiso social en toda su extensión. Pero desgraciadamente vivimos en una sociedad carente del mínimo sentido trascendente de la palabra compromiso que, por otra parte, le aterra. Sí, como suena, le aterra ejercer responsabilidad, desplegar su voluntad, sus capacidades y habilidades sociales. Tanto le aterra que son incapaces de decidir por sí y delegan en los demás. Delegan la educación, la salud, la responsabilidad con la comunidad de vecinos, sus derechos en toda su extensión prefiriendo que los demás se lo peleen para luego obtener el beneficio. La gente lapa, parásita, que solo quiere consumir. Y hay muchas formas de consumo, tantas como situaciones porque, en realidad, el consumo irracional, compulsivo, que es el modelo imperante, tiene como nota característica la falta de compromiso. Es simplemente engullir, devorar ya sean noticias de medios tóxicos que solo sirven para esparcir el odio y la mentira (muy propia del fascismo creciente, y ojo con el tema...), por tanto para consumir desinformación. Consumir sol, arena de playa, consumir caminos de sendero, libros, espiritualidad, sexo... Consumir cualquier cosa, situación o circunstancia porque da igual lo que sea ya que no vas a usar el sentido profundo de las cosas ni la racionalidad, vas a usar las vísceras y la emoción más baja, la pasión más demoledora o primaria cuya nota característica es la falta de compromiso contigo, con la vida porque ahí está lo esencial. El compromiso da sentido a la existencia desde la profundidad trascendente, desde la capacidad de conectar con el alma del Universo. El compromiso hace que nos movamos aunque sea cabalgando con nuestras contradicciones de las que nadie está exentas pero la grandeza está ahí, saber subirte al carro del compromiso para poder manejar al caballo blanco (espiritualidad) y al negro (racionalidad), para que ambos galopen en una misma dirección. El compromiso, cuando es veraz o auténtico, nos va a situar del lado de la gente que nos necesita y no del lado de quien explota y oprime, del lado de la parte débil y no de quien tiene el látigo. Aquí no hay neutralidad posible, no existe, es una falacia presumir de equidistancia. Se está o no se está, pero no ambas cosas a la vez. Cuando el compromiso es, primeramente, contigo será para liberarte de las engañosas patrañas de un sistema injusto que presume de la cultura del esfuerzo que, qué casualidad, la exhiben los ricos frente a los pobres. Los ricos que jamás han tenido esfuerzo alguno pero nos hacen sentir culpables a los demás de no llegar donde ellos. Si no hay compromiso con nuestro ser interno para liberarlo de la ignorancia, de las falsedades, de las insidias, de los viejos paradigmas, de las manipulaciones, de las grandes falacias, del odio, entonces nos convertimos en consumidores compulsivos de lo que sea. Podemos consumir, incluso, filosofía o espiritualidad profunda como si se tratara de un supermercado al que acudes y te vas al lineal concreto que, además, ese día está de oferta. Creo que el compromiso nos obliga con criterio, discernimiento, con verdad interior, pero no más allá. Si yo me comprometo con alguien o una causa llevo mi compromiso mientras la otra parte cumpla, igualmente, con su parte. Eso es lealtad. Pero si el compromiso o contrato lo rompe la otra parte no tengo más obligaciones. Me paro, me freno, aparco y me quedo en modo pausa con las luces intermitentes a la espera de una reflexión, de un diálogo o que pase el tiempo para arrancar, largarme y no volver la mirada atrás. Porque hacer eso es compromiso con uno, con la libertad interna de decidir qué hacer y, sobre todo, hacer lo mejor para la propia armonía, la paz interna. Cuando uno tiene un compromiso existencial con la vida eso se va a reflejar, de forma extensiva, en cuantas situaciones circunden la propia existencia. Habrás combatido la injusticia y escrito sobre ella, habrás votado contra los injustos y a favor de la gente que se vuelca por tus derechos, habrás asesorado gratis a gente sin recurso, habrás perdonado deudas, habrás peleado para que tu comunidad de vecinos sea mejor, o tu barrio más digno, o tu universidad más competente y menos competitiva, habrás defendido a un profesor de las insidias reaccionarias de querer lapidarlo por innovador. En definitiva, cuando hay compromiso, estás al lado de las causas justas, mojándote en los charcos sin miedo a lo que piensen o digan de ti, porque un día -siendo muy joven- no tuviste más que la opción de situarte al lado de los tuyos (conciencia de clase) sin importarte que la gente te dejara de hablar porque fuiste justo. Y tú, sin saberlo, seguías la máxima de Ghandi que una verdad sigue siendo verdad aunque solo la defienda uno mismo. Y yo, desde mi compromiso con mi ser interno de búsqueda, intenté generar una infancia feliz a menores con dudas aunque no pude evitar que las drogas se llevasen a jóvenes que ni siquiera habían descubierto otra cosa en la vida. Y puede que naufragara con la gente en ocasiones, con tu propia gente, pero se trata de cabalgar con las contradicciones, subirte en su silla de montar y mirar hacia adelante. Siempre me encontraron donde la gente necesitaba de una reflexión mordaz, inquietante, que ponía al descubierto hasta sus propias miserias. Y no es porque, quizá, reclamaran esa reflexión sino quién sabe si el Universo estaba moviendo sus piezas para situarme justo en ese contexto para ser llave maestra, observador, catalizador, o paseante... Fue siempre mi compromiso, del que alguna gente torticeramente se valió de mí, el que me llevó a sembrar luces pero, también, sombras. Con el tiempo ese nivel de compromiso ha pasado por momentos altos y bajos, por momentos de olvido, desazón, desencuentros profundos donde nunca escondí la cara. No soy de los que tiran la piedra y esconden la mano, no es mi estilo. Procuro ir de frente porque ese es mi contrato con la vida, mi compromiso incluso cuando amo a gente que, quizá, no se merece más de lo necesario de mí puesto que en esa gente no hay reciprocidad, eco de lo que das. Y entonces uno se cuestiona si el compromiso no es también ponerte a salvo de esa gente y sus ausencias, ponerte a salvo del desamor de las demás para que no te arrastren hacia el agujero negro de la indiferencia. Cuando das y no recibes, o lo que recibes es desinterés, miedo de la otra parte a expresar sus sentimientos, entonces mi compromiso es terminar con la cuestión, pasar página, seguir mi camino, porque el centro de mi poder está en mí y no en nadie más. El centro de mi poder es mi propio compromiso mantenido con el fuego del amor a la vida, a esa que me vincula con la gente, con el planeta. Porque ese compromiso o contrato me hace defender la vida animal sin sufrimiento, a los recursos naturales de forma justa, es el que me hace disfrutar del medio sin ensuciarlo, sin contaminarlo. Es el que hace sentarme ante un libro para reflexionarlo, o sentarme ante el ordenador para escribir lo que me nace en un momento en el que algo está muriendo. El compromiso es lo que me hace sentir y saltarme las conveniencias sociales, pero quizá -también- alejarme de gente a la que quiero para darle la oportunidad de revisar sus parámetros conmigo, para darle la oportunidad de reciclar sus sentimientos y que puedan expresarlos luego alegremente y con valentía. Y entonces, y solo entonces, quizá entienda que el compromiso recíproco seguía mereciendo la pena mantenerlo y ponerlo en valor.

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